La foto de Carla, el fotógrafo de hormigas

Publicado 23/09/2018
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Adriana Charfuelán Mueses

adriana.2051517498@ucaldas.edu.co


La mañana empezó con muchas maniobras para salir a tiempo. Un recorrido de varias horas con treinta grados dejó gargantas secas y sabores amargos. Gotas cristalinas con sabor a mar empapaban las mejillas. La ropa colorida comenzaba a mojarse, como si hubieran quedado atrapados bajo una tormentosa lluvia. Las manos y pies pegajosos, el sudor que no dejaba andar bien. Al llegar, más mujeres que hombres se internaron en los matorrales. No esperaban encontrarse con un paisaje vacío, silencioso y lúgubre.
Árboles muy grandes, arbustos aquí y allá. Ejércitos de patas delgadas y cuerpo vinotinto, llevaban las provisiones al hormiguero. Parecían hojas andantes. El camino que formaban era una hilera larga. Uno de los visitantes, aficionado por la fotografía, decidió seguirlas con su cámara sofisticada. Aquel sitio aportaba buenas imágenes. Y sin darse cuenta se dejó atrapar en el espeso campo de hojas secas. Media hora después estaba en medio de la zozobra, empezó a ver parches de cemento medio tapados por los arbustos. El panorama se tornó distinto. Algo había cambiado. Se topó con escombros, cruces pintadas de blanco, rocas con nombres de personas y negocios.
Anochecía y el joven empezó a correr sin dirección. Los pedazos de cemento continuaban apareciendo. El joven chocó con una columna larga y estrecha y luego con otras tres mientras cambiaba de dirección. En cada columna se mostraban pedazos de un pueblo, diciendo que ahí hubo gente. Pero él no veía a nadie. Escuchó voces a lo lejos. Las siguió pensando que era su grupo. El horror dominó su cuerpo. Sus botas Brahma lo llevaron a dar vueltas y más vueltas hasta que cayó. Gritó. Pero nadie escuchaba su grito. Recordó tener una linterna. Al encender la luz se encontró con huesos y cráneos acomodados en círculo junto a velas negras ya gastadas y fotografías a blanco y negro. Fotografías de niñas que se encontraban amarradas con cabellos del color del sol. Empezó a rezar en desorden. Dijo en voz alta las oraciones que se sabía y también rezo lo que no sabía. Se tranquilizó un poco. Recordó la valentía de su abuelo. Trató de seguir su ejemplo. Cuatro metros difíciles de trepar. Temblaba como si tuviera Parkinson. Difícilmente salió. Trepar y agarrarse de lo que encontró a su paso fue la solución. El tormento aun no terminaba. Un escalofrío recorrió sus piernas, se le pasó al estómago y terminó en su boca. Dios mío ayúdame. Vio más huesos regados por todos lados. Cráneos, tibias, costillas: parecía un deshuesadero. El joven fotógrafo pegó un grito. Si alguien lo hubiera escuchado se le habría puesto la piel de gallina. Él se privó.
En medio de la noche rodeado de huesos, fotos y cruces, al recuperarse del desmayo, sintió la fotografía pegada a una bota. Era de una niña, más o menos de 12 años. Sonreía la fotografía en blanco y negro. Le dio la vuelta. Carla, del pueblo matacuras, se leía. Guardó la foto. Escuchó unas voces. Pensó que el miedo se iría. Vio luces, varias casas, mujeres y niños. Pronto la calma volvió a su cuerpo. El lugar estaba habitado. Y de repente todos salieron corriendo desesperados. El fotógrafo solo miraba. La incertidumbre y el terror corrían. A lo lejos vio un par de viejos sentados en el banco afuera de una casa blanca. Parecían tranquilos, sin ánimos de seguir a los otros. Se acercó y el viejo le habló. Muchacho, la muerte está aquí, este pueblo quedará enterrado, estamos malditos. Sal y no vuelvas, le dijo. El fotógrafo corrió sin rumbo fijo. Una mujer que se escabullía con sus hijos le gritaba que corriera. Pero por mirarla se estrelló en medio de la huida.
Vio una gran piedra bajando como un meteorito. Arrasaba todo a su paso. No le importaba aplastar a nadie. Recordó la roca que vio durante el día. El hombre estuvo a punto de ser aplastado. La piedra no tenía compasión. De repente se vio acompañado de una niña. Corre y sal de este lugar, aun puedes salvarte, le dijo con una sonrisa y unas palabras ensayadas. Los demás vamos a quedar soterrados. Trató de tomar su mano pero ella se negó quedándose quieta. Parecía jalada por la tierra. Estoy condenada a quedarme y no salir de este pueblo. Cada año, la misma fecha, el mismo mes. El trece de noviembre va a pasar la misma avalancha y yo voy a seguir aquí diciéndole a los perdidos, que no nos olviden. Recuerda devolver mi foto. La piedra gigante está encima de todos. Siguió hablando pero ya no la escuchó. Al despertar tenía imágenes borrosas que no sabía si estaba viendo o recordando. Unas manos calientes le tocaban las piernas y una luz le aclaraba el rostro. Oyó voces. Sus compañeros al fin lo habían encontrado. Estaba en medio del monte. Gimoteaba de dolor y su cuerpo estaba aterido. Había pasado toda la noche desmayado en el cementerio de Armero.

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