Amansar la suerte

Publicado 22/10/2018
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Daniel Aguirre Valencia

daniel.2051420273@ucaldas.edu.co


La tumba del finado Guillermo se encontraba quebrada en partes asimétricas, como si alguien intentara convocarlo nuevamente a la vida. El ataúd roto. Su cráneo abollado en el flanco izquierdo miraba la inmensa oscuridad que cubría el cementerio del Socavón. Las flores marchitas sobre la tumba se balanceaban de lado a lado cada vez que el viento subía por el cañón. En la vereda, en las laderas del cañón del Lagunilla, se comentaba que el diablo, saldando una antigua deuda, había regresado por él aquella noche. Lo que no se supo fue la conversación que hubo entre el finado y el diablo antes de que partieran los dos juntos.

Supongo que conseguiste todo el oro que querías, se burló el diablo. Guillermo no dijo nada. Miraba la profundidad del abismo, como un pichón que quiere escapar de su nido pero que sabe que morirá en la caída. Solo recordaba la noche cuandovio esa luz roja que salía de los túneles en la peña dura del Lagunilla. Sabía que la luz roja era un guardado español o indígena. También sabía que para poder llegar había que sortear el mitao, la culebra de oro que lanzaba un bugido y el bugido traía un veneno que atontaba y si el bugido era poderoso podía envenenarlo y matarlo. Esperó durante días la señal que le indicara que ese guardado era para él; esperó al tunjo, un niño con los cabellos de oro y blanco como la leche. La señal nunca llegó. Jugaba billarpool cada noche, hablaba de la suerte que tenía al lograr una buchaca. El taco alargaba su brazo, lo dominaba. Al tacar, la bola blanca golpeaba la bola de turno y se dirigía en línea recta o rebotando en una de las bandas hacia una de las buchacas y el sonido que se escuchaba al caer la bola por el agujero indicaba más puntos. Jugaba parqués las tardes de domingo, a cinco mil pesos el parqués, la primera ficha encielada a mil pesos, la comida, la soplada y la viuda a quinientos pesos. A veces quedaba con una sola ficha, quedaba de toro, y tenía que mover todos los puntos que daban los dados y así es duro asegurarse. Cuando los dados daban un número preciso para el seguro, podía descansar, mirar la situación del tablero, tener un leve respiro. Los demás jugadores no podían comérselo y enviarlo a la cárcel. La suerte no lo acompañaba en el parqués, pero él seguía jugando; siempre resultaba dinero para jugar, dinero para el vicio. Su casa quedaba en las afueras del caserío, bajando por uno de los desechos que conducen a la quebrada Juan. En las tres hectáreas sembraba yuca, cebolla, café, plátano, guanábana, bocadillos y mangos. La casa era pequeña: una habitación, la cocina, el cagadero y el patio. No necesitaba más. Solterón toda su vida, las mujeres eran otro juego en el que perdía la mayoría de las veces. Cada fin de año las apuestas aumentaban. Gastaba en agüeros.

Una noche, jugando billarpool, apareció el extraño. Gabán negro, sombrero de copa, medio cuerpo paralizado, mirada gris y profunda. Unas cuantas canas se escapaban de su sombrero. Tendría unos cincuenta y dos años. Apostaron varias mesas. El hombre del gabán nunca perdía. Las bolas se introducían después de jugadas raras y complicadas. Para que el destino siempre esté a favor no se puede confiar en la suerte; por el contrario, se debe de amansar. Esas fueron, más o menos, las pocas palabras de aquel hombre esa noche. Presto a descubrir en qué consistía amansar partió a andareguiar. Subió y bajó por riscos, llegó al páramo y en el páramo la bruma hacía que el camino se perdiera y perdido el camino había que parar durante días y noches, en los que el viento traía el rumor de los frailejones y el frío lo hacía ansiar el secreto que le permitiera amansar la suerte. Una tarde en que la bruma espesa impedía su paso y una fuerte granizada lo arrinconó en un hurón en donde los muleros con sus bestias se refugiaron de granizadas más fuertes, sintió un hálito que llegaba desde el fondo de la cueva, una respiración entrecortada. Se sintió mareado. La bruma le impedía escapar. Angustiado volteó la cabeza. En el fondo de la cueva, dos luces rojas se encendieron. Lejanas, se fueron volviendo más grandes. Una argolla dorada en medio. Guillermo quiso gritar, pero los aullidos del viento lo ahogaron. Alcanzó a ver dos patas largas y negras cuando sintió que algo se tensionó, un sonido metálico opacó el viento, la bruma desapareció, el viento se calmó, las luces rojas se apagaron. Alcanzó una finca, “La laguna”. Vivían el agregado y su esposa, sus hijas estudiaban en el pueblo. Descansó unos días.

Una noche hablando con el agregado empezaron a contar historias. Guillermo contó lo sucedido en el hurón. El agregado por su parte le habló de una noche en que iba para la escuela que queda a un kilómetro de la finca. Iba caminando tranquilo, al cruzar por la casa abandonada, esa que está en medio del camino a la escuela, voy escuchando un muchachito llorar. Pensé que alguna mujer queriendo ocultar su pecado lo había dejado por ahí en una zanja. No me explicaba cómo había sobrevivido ese frío tan hijuemadre. Seguí el llanto y lo encontré. Estaba envuelto en una mantica. Lo agarré y se calmó. Había trajinado unos veinte pasos y me da a mí por destaparle la cara. Qué susto tan verraco. Esos ojos negros y grandes me miraron. De la boca empezaron a salirle dos colmillos; ¡me iba a morder! Lo tiré fuerte y salí corriendo. Con un poco más de confianza, Guillermo le contó el motivo de su viaje. El agregado lo miró y le dijo que era mejor que regresara a su finca, porque nada bueno iba a encontrar.

Dormía pensando en eso y por eso casi no dormía. Decidió regresar a la vereda. Al cruzar nuevamente el Lagunilla, luego de bajar del páramo, el hombre de la suerte apareció de nuevo. En torno a la lumbre que habían encendido para calentarse, fueron charlando mientras tomaban chicha. Cada tanto uno se encuentra un niño de oro: uno los persigue hasta que se aparece alguno de sus guardianes. El más conocido es el mitao, una serpiente de oro. Para superarla lo mejor es coger orines, saliva en ayunas y sal y echarle eso encima. La mitao pierde su piel de oro. Entonces, se le mocha la cabeza y uno puede seguir. Si lo encuentra, para agarrarlo, lo mejor es cogerlo con algo que le proteja las manos porque esas cosas queman, liberan un veneno que puede matar. Se ocultan en el monte, en las lagunas, donde están sus mayores guardianes. El mohán puede cambiar, puede ser un señor de bastón con joroba, dientes de oro, puede ser una montaña con una puerta en alguna de sus peñas. Cruzar la puerta es difícil, hay mucho veneno que puede contaminar el agua, el viento, la naturaleza y solo se abre cada año el viernes santo. En las lagunas se encuentra el toro sumergido: en los hurones puede estar encadenado en la profundidad de la cueva. Siempre dan avisos de no seguir porque eso que uno busca, ese niño de oro no es para uno. Por eso es escurridizo, porque sabe que si uno lo logra agarrar ya no podrá moverse libremente. Pero, aun así, hay una forma de poder engañarlos.

El hombre se quitó su sombrero de copa. Miró fijamente a Guillermo. El mejor medio para amansar las cosas y el mundo es a través de la brujería. Aprender brujería es fácil, solo hay que hacer un pacto con el diablo. El ansiado secreto se aparecía así ante Guillermo, consumido por la ambición de poder ganar en el juego, de poder estar con las mujeres, de poder tener oro a montones. Se contuvo, pero terminó preguntando. Bueno y eso cómo se hace. ¡No mijito! Usted sí no sabe es nada. Consiga una vela negra. Va al cementerio:  puede ser el de allá abajo, donde murió tanta gente cuando se les vino toda esa avalancha encima. Y en la noche realiza el pacto. Puede usar huesos y tierra de las tumbas, la vela negra y un tanto de su sangre.

Varios años después, una aurora cruzó el cielo de San Pedro. Alguien comentó que alcanzó a ver el rostro impávido de Guillermo en el preciso momento en que su casa, después de un breve movimiento telúrico, se derrumbaba quedando sepultado todo el oro conseguido. Si tan solo aquel oro acumulado bajo el piso de madera de la casa de Guillermo hubiera sido compartido con las personas que, sufriendo por el hambre, iban a su casa a pedir un poco prestado y que eran despachadas con un fuerte portazo o con amenazas y que volvían a sus hogares promulgando maldiciones a los cuatro vientos, quizás, solo quizás, el oro seguiría moviéndose de mano en mano y no debajo de la tierra. Pero el oro encanta y cuando encanta es codiciado y acumulado y al sentirse encerrado busca liberarse porque no soporta la ambición.

Juan Díaz, por Arturo Suárez

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