6(2019-2)–Canciones que nos ocupan

Publicada 16/11/2018
Convocatoria PDF

Mónica Cuéllar Gempeler  

 Luis Alberto Suárez-Guava

          Editores del número  


O florecimientos silvestres de la vida

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Fotografía de Rosario Villarreal
  1. Dos poemas etnográficos, por Kristina Lyons
  2. Waji. Un canto que echa raíces, Por Gentil Sánchez-Guapacha
  3. Cada martes a las seis de la tarde, por Cristina Yépez Arroyo.

Las canciones nos acogen, así nos sostengan o nos desgarren, y en ocasiones nos devuelven otra forma de estar en el mundo y de comprenderlo. No es un asunto argumentativo, pese a que a veces nos decimos que allí, en ellas, están nuestras razones. Más bien, es un asunto afectivo y visceral. Las canciones nos afectan porque hacen cosas en nosotros: nos dan dolor de estómago o mariposas o cosquillas o ganas de bailar o de zapatear o de gritar y giran en la cabeza, incluso en contra nuestra. Nos cambian, las canciones. Algunas, cuando nos dejan, nos dejan distintos. De pronto más solos o, de repente, arrejuntados.

Las canciones ocurren, como lo sagrado, al unísono. Una vez empiezan, duran su breve eternidad. Tal vez por lo mismo, necesitamos canciones para lo que, mientras dura, se siente infinito, como el amor y el despecho. Y si algo hemos sabido cantar, es la muerte. A veces también nos cantan los muertos. ¿Quién no ha sentido que cuando canta el tiempo parece distinto? Es como si el tiempo de las canciones se pareciese al tiempo de los sueños. Y las canciones, como los sueños y las premoniciones, en ocasiones nos salvan la vida.

Las canciones resuenan en nosotros, pero también más allá; nos ocupan y nos atraviesan en su camino. Una canción, un canto, nos pasa como una especie de raye. Una herida sonora por la que resbalamos por necesidad vital, por mera costumbre y porque toca. Unos cantos viajan en ondas, otros en las crecientes de los ríos: hay lugares donde las oyen bajar en las aguas y llegan a decir que el río lleva piedras o que las avalanchas y las crecientes llevan música de fiestas. En otros lugares se sabe que las canciones salen de las caídas de agua, de las cascadas o las chorreras y, en general, que la música y el agua, y las piedras y el viento, y los huesos y el aliento, van todos juntos como variaciones sobre motivos, siempre hondos. Todos los que han vivido en una canción saben que las canciones nos salen.

Los cantos que han viajado mucho, y que por eso se redondean, son cantos rodados. Las llaman, a esas piedras, piedracantos. Son miles y en las imágenes aparecen como murmullos indistinguibles. Esas aglomeraciones apeñuscadas, como las colecciones de acetatos de los melómanos, tuvieron que haber cantado. Como esas canciones de los álbumes viejos que uno nunca había escuchado y que reclaman un lugar por su propia fuerza. Cantan las piedras redondas y las canciones aguardan en las colecciones de todo tipo. La redondez pretendida o accidental de las piedras también las acerca, como pasa con las canciones, a la eternidad o a la ilusión de inmensidad. Al convocar ensayos sobre canciones, pensamos en composiciones musicales, pero además en estas y otras formas en que el mundo canta, con y sin nosotros.

Queremos pensar, también, más allá de los contextos musicales, en el cantadito de una voz que habla. En las maneras en que al hablarnos, más allá de lo que nos decimos, nos cantamos. En lo que nos pasa cuando nos dejamos alcanzar por el canto de alguien o de algo que se nos acerca sin exigirnos otra cosa que darle audiencia o encontrarlo o encontrarnos. En lo que hacen los hablados entre los hablantes, que no son meros practicantes de una lengua ni sólo agentes que comunican ideas previas a su cantado. Tal vez lo que ocurra cuando hablamos sea que asistimos a una cantada, como si cantáramos arias de misas profanas o fuéramos cantantes de taberna o artistas de transporte público o dedicadores de canciones que no sabemos canciones sino cantar, tararear, recorrer caminos acústicos.

Las canciones nos ocupan (y nos ocuparán): estamos llenos, estamos hechos de canciones.  Cantar es decir lo que somos, con los mismos ritmos y materiales que nos hacen. Es, también, un re-conocimiento; nos devuelve al principio de nosotros mismos y nos abre al mundo, al universo: nos deja vernos des-compuestos, o en plena composición, zumbando entre murmullos. Nuestras vidas, canciones que no terminan de componerse y que siguen sonando, florecen brevemente; como esas plantas silvestres que crecen arrulladas por el ruido del mundo.

PAI. Revista de etnografía número 2 (2019) convoca textos, ensayos fotográficos, garabatos, dibujos o cómics, en los que se trabaje con canciones, cantos o tarareos, entendidos en el amplísimo sentido que hemos intentado trazar. Invitamos a todo el espectro de géneros musicales y, también, aquellos ensayos que se arriesguen a recorrer las huellas acústicas más allá de la música como la entendemos comúnmente. Todas las propuestas deben tener título, palabras clave, resumen analítico o sintético y autoría (esta puede ser individual o colectiva).

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