“¡Qué tusa tan gonorrea!”

Publicado 14/02/2023

Lucy Nieto Betancurt

Psicóloga, Mg. en Salud Pública, Candidata a doctora en Salud
Universidad Católica de Pereira
Universidad del Valle
lucy.nieto@correounivalle.edu.co

Es miércoles, son casi las 4 de la tarde y es la hora del último recorrido, que es como se denomina al jeep de turno, para llegar a Peralonso. El jeep está parqueado como siempre diagonal a una de las esquinas de la galería de La Virginia, cerca a varios lugares comerciales importantes; para ganar tiempo en una ida al pueblo, una farmacia, un supermercado, un almacén de insumos agrícolas, una cacharrería, un bar y una carnicería, para llegar a cualquiera de estos sitios no hay que salir de la cuadra.  Aunque aún no es la hora de la salida el carro está repleto porque hay trabajo de cosecha y algunos encargados de fincas salieron del corregimiento a buscar trabajadores en La Virginia que se vayan para Peralonso a jornalear.

Los puestos para viajar dentro del carro ya están ocupados. Quienes son priorizados para ir sentados y protegidos de la lluvia, el polvo y las ramas del camino son las mujeres y hombres mayores, los niños y niñas, y las mujeres que sin ser mayores alcancen esta ubicación. Si no alcanza ahí les toca viajar “colgadas” de pie en la parrilla posterior, que es una estructura metálica donde apenas caben los pies. 

Damos los respectivos saludos entre todos los que viajamos. Luego se realiza de manera rápida el inventario de dónde se queda y qué lleva cada uno para saber cómo es mejor acomodarse para facilitar la bajada de cada pasajero, así como de sus paquetes. Como hay muchos trabajadores para ir al caserío, no alcancé lugar adentro, así es que voy también en la parrilla y agarrada fuerte. Detrás de mí, casi sobre mí, varios de los hombres que trabajan o mejor, que van a trabajar: los jornaleros. Uno de ellos está tan cerca que incluso me ofrece disculpas por tener que ir así. Eleva sus brazos tratando de hacer un arco grande evitando rozar su cuerpo con el mío cuando el jeep salta o toma una curva. Le digo que esté tranquilo porque esto que pudiera ser molesto ocurre porque no hay más lugar y también porque ahí hay una forma de cuidarme con su cuerpo que me protege de caerme.

Jornaleros viajando en una carpa, fotografía de la autora

Aunque a menudo la conversa se da entre quienes viajan sentados y excluye a los que van colgados porque no pueden escuchar lo que se dice adentro, hoy es diferente porque la charla no ocurre dentro del carro. Toda la atención se centra en lo que hacen y dicen un par de jornaleros que van colgados y que por las preguntas que hacen sobre el destino dejan saber que por primera vez hacen el recorrido que va a Peralonso.  El hecho de ser forasteros y de hablar más fuerte, silencia a todos los demás pasajeros que con curiosidad nos interesamos en seguir su charla. Aunque están hablando entre ellos consiguen nuestra atención, no solo por el tono fuerte que usan que no es común, sino por lo que hablan y porque lucen diferentes a los demás jornaleros.

Ambos hombres van vestidos de pantaloneta, uno con la camiseta tirada sobre su hombro, y con las botas pantaneras puestas, cosa que es rara porque generalmente los trabajadores salen del pueblo con sus ropas de calle y llevan en sus bolsos la ropa de trabajar. Este par de hombres no solo lucen particularmente llamativos por llevar puesta la ropa de trabajo, sino por su cuerpo. Aunque lucen fuertes, son bastante delgados. Muy jóvenes, como de 19 o 22 años si mucho. Y tienen varios tatuajes. Uno de ellos, el más espigado, tiene varias cicatrices de cortadas en sus antebrazos. Son abultadas (queloides), tan amplias y seguidas que es inevitable detenerse a mirarlas.  Además, tienen las uñas largas y tierra en las manos, como si vinieran de otro trabajo o como si llevaran días sin cuidar de sí o mejor dicho de su cuerpo. Lucen abandonados. Un abandono que llama la atención y obliga la mirada.

Mientras el jeep arranca, silban y echan piropos a las mujeres que caminan por la calle y que los ignoran, haciéndose mirar más bien por la gente que va pasando cerca de las mujeres que han piropeado. Vamos avanzando y continúan su diálogo, que es para todos. Hablan de la importancia de “tener su culito al lado” (Culito es una expresión utilizada para referirse a la persona con quien se sostiene una relación de pareja) y de los errores de enamorarse porque eligieron a la mujer equivocada, y cómo es tan difícil dejar esa ilusión. 

De repente, saltando de tema, como cuando alguien cae en cuenta de algo que había olvidado, el más alto de ellos pregunta “uy, ¿será que allá si se consigue el mostro? (con mostro se refiere a la marihuana) Yo quiero trabar esta tusa”. El otro le responde “sí, claro, si hay trabajadores hay quien haga esa vuelta”. 

Dicho esto, saca un cigarrillo del bolsillo, lo enciende y se sube a la carpa del carro para fumar. El otro hace lo mismo. Deja la parrilla en que estamos colgados y se sube a la carpa. “Foto pal feis, foto pal feis”, dice el más alto mientras el más bajo saca de su bolso el celular. El alto saca de su bolsillo un cuchillo grande de cocina, de esos con los que se rebana la carne, y alzándolo con el gesto de enterrárselo y posando a la cámara mientras graba empiezan a cantar con el ambiente del olor a mostro: “acompáñeme, amigo en este dolor, sírvame un trago a mi favor, no me deje solo con esta botella porque ella se fue. Sueltan la risotada y se toman una foto. Los que vamos colgados podemos verlos. En el mismo instante en que paran de cantar sueltan carcajadas y sus carcajadas causan la risa de quienes van dentro del carro.  

Estoy atenta, pensando en ese hombre joven cuya tristeza está hecha un espectáculo, un asunto que todos y todas podemos ver, escuchar y al que estamos invitados solo hasta ahí, pero en el que no hay chance de decir, preguntar u opinar nada porque el diálogo es abierto a la audiencia en tono más no en interacción. Todos sabemos qué le pasa, que está sufriendo por amor. Es algo que cualquiera ha experimentado y, por supuesto, despierta la compasión de los demás. Miro dentro del carro y noto que los pasajeros continúan en silencio y que aún todos siguen también el hilo de lo que sucede afuera; de hecho, alguna de las ocupantes me deja saber con su gesto que está sorprendida y algo apenada con lo que escucha, pues me mira y sube su cabeza señalando hacia arriba del carro y luego mueve su cabeza como en negación.

La escena tiene además otro elemento: ellos no están borrachos. En la vereda hay menos sanción social por el consumo de alcohol que por el de la marihuana, y ellos están bajo el efecto de la marihuana. Y aunque es muy común saber que los jornaleros consumen este psicoactivo mientras realizan su trabajo, es la primera vez que veo que fuman en el recorrido. Ellos rompen con todo lo que es normal del viaje. Sin embargo, nadie dice nada. Hay algo de complicidad comprensiva, que omite la sanción, como un consentimiento de la opción que se presenta para su dolor. 

Siguen hablando de los planes que harán, que se revelan como un círculo: van a trabajar para conseguir mostro y viceversa. Luego el despechado declara fuerte: “el sábado vuelvo a La Virginia a beber para sacar esta tusa tan gonorrea”.  

La tusa, que es esa tristeza por el desamor, es descrita como una enfermedad del cuerpo “una gonorrea”. Si bien el uso del término gonorrea hace parte del parlache para referirse a una persona que no cae bien, al usarla como adjetivo tiene una cantidad enorme de acepciones entre las cuales alude a algo muy desagradable, despreciable, fuerte, que podría causar un dolor intenso o la muerte. 

Con esta expresión deja saber que lo que le ocurre es importante, que su dolor es fuerte y manifiesta lo que hará para seguir mientras se resuelve. Echando un silbido y golpeando la carpa del carro indican al chofer que se detenga, que es su momento de terminar el viaje con nosotros. Se bajan antes de llegar al caserío. No logramos descubrir para cuál finca van. Pero en cuanto se bajan una de las señoras que va adentro, exclama: “¡bendito sea Dios!, ¡qué pecao!”. Esta expresión que manifiesta lástima y compasión nos representa a los demás ocupantes del carro, en el lamento de su situación y la bendición como la expresión del deseo de que esta cambie. De inmediato se rompe el silencio entre los demás ocupantes del carro y todos hablan hasta que llegamos al caserío. La conversación trata de lo duro que es superar una tusa y lo común que ha resultado ver a muchos como a ese par de muchachos tan jóvenes con “su vida entregada al vicio”. 

Con toda la conversación centrada en ellos, la intención queda cumplida, la queja fue escuchada, aunque nadie supo qué hacer con ella. O sí, todos estuvimos en silencio, escuchamos, y nadie sancionó su comportamiento. Hubo compasión y con ella bendiciones. Ellos, hombres jóvenes y de cuerpos jóvenes pero abandonados, nos manifestaron ese abandono de muchas maneras, con eso que decimos que es riesgoso. Y recibieron el cuidado mínimo que cualquiera puede ofrecerle a un desconocido: el deseo de que les vaya bien.