¡Ya les caigo!: estatuas y “gentes de bien”

Publicado 19/05/2021

Carlos Guillermo Páramo Bonilla

Departamento de Antropología
Decano de la Facultad de Ciencias Humanas
Universidad Nacional de Colombia
cgparamob@unal.edu.co

«Me gustan los hombres grandes y pesados como tú. Cuando caen, hacen más ruido»
Tuco, en El Bueno, el Malo y el Feo de Sergio Leone (1966)

Hela ahí. Un momento está fija en su base, previsible, banal, inimpugnable, y al par de segundos está en el piso. Al suelo se ha venido la vicepresidenta, corriente símbolo de todo, o casi todo, lo que está mal en este país y en estos tiempos. Los chistes al respecto afloran y se hacen virales; no es para menos: tamaño desplome resuena con otras caídas mucho más monumentales.

Así han caído dos estatuas de Sebastián de Belálcazar. Una en el emblemático morro, donde desde hace tiempos la aristocracia terrateniente y profundamente racista de Popayán quiso demostrar lo que pensaba de este ancestral montículo funerario indígena, profanándolo con la efigie del conquistador.  Ocho meses después, le siguió el Belalcázar de Cali. De nuevo fueron indios del suroccidente. Los mismos que pocos días después tumbaron al deslucido Ximénez de Quesada en la plazoleta del Rosario, de paso poniendo en entredicho el nombre epónimo de una avenida que, para muchos otros fines, ya sólo se conocía como “Eje ambiental” y ahora ha dado en llamarse “Avenida Misak”.

La caída de la vice sólo ha causado risas. La de las estatuas, proporcionales dosis de simpatía e indignación, más o menos alineadas con la toma de postura sobre lo que en estos momentos está pasando. No deja de ser tristemente elocuente que mucho más escándalo parece haber hallado en los medios el desbancamiento de estos monumentos que otras formas mucho más sórdidas de profanación de lugares sagrados, como la utilización, por parte del gobierno, de un colegio religioso o de una sede del SENA para aterrizar y distribuir tropas, con su habitual y espeluznante repertorio de brutalidades hacia la población civil.  

Más aún: la caída de Ximénez en Bogotá halló una dramática conclusión dos días después, cuando en Jamundí las “gentes de bien” de la zona la emprendieron a disparos contra los marchantes de la Minga indígena, con la complicidad de la policía, la anuencia del gobierno y los trinos de gatillero de Uribe y asociados. En un fin de semana quedó muy claro lo que para las “gentes de bien” de este país son los indios (o los negros, o los campesinos, o los pobres, o cualquiera que no sea como ellos): hordas de vándalos; bárbaros que, como lo expresó el inefable presidente del Partido Conservador, epítome de la ignorancia y la estupidez de nuestra clase política, mejor fuera que se mantuvieran dentro de su “hábitat natural”.

Pero no sólo fueron estas las voces indignadas porque los indios una vez más se alzaran en protesta. Hasta Armando Silva, indisputado padre de la semiología en Colombia, en un artículo de hace pocos días ha manifestado cómo no ve con buenos ojos lo que ocurrió con la estatua de Ximénez; para él está bien que los Misak tumben monumentos en Popayán o Cali, que al fin y al cabo serían sus territorios históricos, pero no en una Bogotá que no les pertenece. Una forma más elegante, docta e informada de pedirles que se atengan a su “hábitat natural”.

Pero el punto es claro y es otro: para los pueblos indígenas el conquistador y la conquista son una sola cosa que nunca ha terminado. Cuando con un equipo de colegas, sabedores y autoridades indígenas elaboramos el informe Tiempos de Vida y Muerte: Memorias y luchas de los pueblos indígenas en Colombia para la ONIC y el Centro Nacional de Memoria Histórica (el que fue y ya no es), constatamos la ubicuidad de una idea: para la memoria indígena, el “conflicto armado” no es algo circunscrito a la última cincuentena de años o al último siglo; es algo que viene ocurriendo sin pausa desde que los primeros europeos llegaron con la pretensión de “conquistar” a como diera lugar. Violencia, conquista y conquistador son eminentemente lo mismo, un tema con innumerables variaciones, llámense guerrilla, paramilitares, gobiernos, multinacionales, megaproyectos extractivos o “gente de bien”, pero siempre el mismo en el fondo. Por eso, lo que menos importa es que Ximénez sea Ximénez y esté en Bogotá, y Belalcázar sea Belalcázar y esté en Popayán o en Cali: todos son el mismo personaje y encarnan la misma situación.

De hecho, bien visto, no suele haber nada más genérico que la estatua de un conquistador, habitualmente barbado, regularmente empuñando espada o estandarte y cubierto por armadura. Una interpretación histórica o antropológica de su figura, por fuerza mayor llama a la ecuanimidad y a los matices, a abrirse camino entre leyendas negra y rosa y entenderles como seres que al tiempo fueron un tipo social común e individuos con caracteres e intelectos muy distintos. Pero eso no tiene por qué reñir con el significado de estas imágenes para el mundo indígena y, acaso, para buena parte de la gente en los países latinoamericanos. Son reminiscencias de barbarie, de terror, de imposición, de brutalidad.

Excepción hecha de la barba, a la misma gente de armadura la vemos ahora día a día reprimiendo marchas, reuniones barriales y, claro, a los indios, a los jóvenes, a los campesinos, disparándoles a los ojos, gaseándolos con confeso placer, violando niñas ante la más descarada impunidad. Cómo esta asociación se le puede escapar a los semiólogos, es cosa de sorprenderse.

Fotografía de Edmon Castell, 2021

Lo más probable es que otras estatuas caigan. De viejos o no tan viejos conquistadores, con armadura o sin ella. Ya no sólo las tumban los indígenas, además. (Indígenas que también son mujeres y eso no es una anécdota: cada vez más, la vocería y la acción de las mujeres en el movimiento es más conspicua y pública, y esto de seguro indica cambios en sociedades donde las violencias y discriminaciones de género son habituales.) Seguirán cayendo estatuas y monumentos por los más distintos motivos; con razón o sin ella y bien puede que también en retaliación. Sea como sea, si algo ha quedado claro en todo este trance, es que las estatuas y demás monumentos siguen siendo lugares fundamentales de emblemática e interpelación. De lo contrario, no levantaría tanto polvo su caída ni en Bogotá fuera tan importante, durante las marchas, el monumento a Los Héroes. 

Para la sociedad Misak, la misma a la que pertenecen buena parte de los indígenas iconoclastas de marras, el refresco es la forma fundamental de curación. A la gente se le refresca, la tierra se refresca, el refresco de la gente incide en la tierra. Lo que se le hace a la tierra ocurre en la gente, porque gente y tierra son una misma cosa. Esta tumba de estatuas ha traído refresco. A muchos nos ha dado “fresquito”, mientras que a mucha “gente de bien” le ha activado los deseos de matar de a mil indios, como hace poco lo manifestó una médica caleña. Con un poco más de lejanía y ponderación, este desbancamiento de estatuas tiene por qué refrescar las ideas que tenemos de historia, de reconocimiento, de nación, de sociedad, así como la reparación y la no-repetición para los pueblos indígenas y afro de más de quinientos años continuos de conflicto, exterminio y discriminación.

Y que se tengan en sus sillas; con estas estatuas también puede que caigan otros aún más grandes que la vicepresidenta, haciendo tanto o más ruido. 

Volver al índice del número